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Pedro Pablo Abarca de Bolea. Conde de Aranda – 1777
€89,00
Figura para montar y pintar
Ref.: 14 – GE
Peso: 150 grs.
Material: Metal blanco
Nº de piezas: 16
Reseña histórica:
El conde de Aranda, uno de los personajes más controvertidos del siglo XVIII, que durante casi dos siglos ha corrido con las principales culpas históricas de la expulsión de los jesuitas, aunque ahora se presenta por los mismos historiadores jesuitas como simple ejecutor administrativo. Recientes descubrimientos y estudios documentales lo presentan en su verdadera clave –la faceta militar- y no en su falsa proyección masónica.
Pedro Pablo Abarca de Bolea. Conde de Aranda – 1777
Pedro Pablo Abarca de Bolea y Ximénez de Urrea – X Conde de Aranda, (Siétamo Huesca., 1719 – Épila Zaragoza, 1798). Entre los capítulos de su vida al servicio de cuatro reyes: Felipe V, Fernando VI, Carlos III y Carlos IV, resulta difícil establecer una escala de valores que dé la medida exacta de este aragonés dos veces grande de España de 1ª clase, que llegó a ser el capitán general más joven de Carlos III y que alcanzó, entre otras metas, la de embajador en Portugal (1755-56), director general de Artillería e Ingenieros (1756-58), embajador en Polonia (1760-62), general jefe del ejército invasor de Portugal (1762-63), presidente del Alto Tribunal Militar que juzgó a los oficiales que perdieron La Habana, conquistada por los ingleses (1764-65), capitán general, presidente de la Audiencia y virrey de Valencia (1765-66), presidente del Consejo de Castilla y capitán general del mismo reino (1766-1773), embajador y ministro plenipotenciario de España en París (1773-1787) y, finalmente, secretario interino de Estado o primer ministro de Carlos IV (1792), para luego seguir como decano del Consejo de Estado (1793-94).
El conde de Aranda fue, ante todo, un militar por vocación y por profesión. Sin embargo, a pesar de su activa participación en las campañas de Italia, donde a los veintiún años alcanzó el grado de coronel de Infantería, y en las de Portugal, donde obtuvo el de capitán general a los 43 años, su carrera militar fue un fracaso, pues no pudo ejercerla al serle confiados otros cargos diplomáticos y políticos. Así, ni en la guerra de Marruecos (1774), ni en el desastre de Argel (1775), ni en el primer sitio de Gibraltar (1779-80), ni en la conquista de Menorca (1781), ni en el segundo asedio de Gibraltar (1782) consiguió que Carlos III le llamara, a pesar de sus súplicas, aspiraciones y hasta destemplanzas para conseguir tal fin. Este aspecto del conde no ha sido debidamente valorado, a pesar de que constituye, sin duda, su cualificación personal más destacada. Y aunque, como él mismo afirmaba, desarrolló otras muchas actividades: gobernante, diplomático, industrial (recordemos su fábrica de cerámica de Alcora) …, a ninguna profesó tan destacado amor como a su profesión castrense, pasión que nos legó dos obras, todavía en vigor, como son las Ordenanzas militares, y el Himno real que se trajo como un obsequio de Prusia.
Sin embargo, a pesar de este extraordinario historial político-militar, que podría completarse con sus honores, preeminencias y sus veintitrés títulos nobiliarios, el conde de Aranda sigue siendo un gran desconocido. Más aún, dentro de la tan fácil como falsa historiografía de buenos y malos, de vencedores y vencidos, al conde le ha tocado desempeñar el papel de «malo». Rara vez se le menciona si no es para recordar su carácter enciclopedista y volteriano (con todo lo que esto tiene de negativo en ciertas mentalidades), su enemistad a los jesuitas, su amistad con los revolucionarios franceses o su pretendida fundación de la masonería española; tópicos que forman un retrato ya estereotipado de Aranda, y que, por desgracia, todavía se repiten hasta la saciedad en nuestros días. Ésta es, por así decir, la imagen «oficial» de Aranda. Sin embargo, su auténtica imagen es muy otra, ya que no fue tan impío ni enciclopedista como se dice, ni amigo íntimo de Voltaire, ni por supuesto gran maestre de la Masonería, y ni siquiera enemigo de los jesuitas, sino más bien lo contrario.
De las tres embajadas que tuvo que desempeñar, en Lisboa, Varsovia y París, hay que destacar su participación en el Tercer Pacto de Familia, y posteriormente en las negociaciones que llevaron a la independencia de las colonias americanas y constitución de los EE. UU. de América.
De su preocupación americanista para conservar las posesiones españolas de ultramar hay testimonios que dejan constancia de que ésta era una idea obsesiva en Aranda, la cual le llevó a proponer una serie de soluciones que no fueron atendidas, a pesar de que la historia acabaría dándole la razón, en lo que demuestra su profética visión del futuro.
Durante el reinado de Carlos III, se dictaron nuevas ordenanzas al objeto de compendiar todas las existentes de reinados anteriores. Los oficiales generales continuaron con las mismas divisas, autorizándoseles al uso de chupa y calzón de piel, de color anteado o blanco para montar a caballo. Las diferentes categorías continuaron diferenciándose por el plumaje de los sombreros, bordados de las casacas, entorchados de las vueltas, fajas, etc.








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